Ya estaba harta del bullicio de la ciudad. Quería escapar del ruido de los coches, de las miradas ausentes de la gente al pasar y del frío asfalto que contaba historias que nadie quería presenciar. Pero que podía hacer si la ventana de mi habitación no me complacía, no de me dejaba contemplar la imagen que quería observar cada tarde. No me lo pensé dos veces, huí lejos de mi habitación y de las cuatro paredes que me tapaban el cielo. Subí las escaleras de mi edificio a toda prisa hasta llegar a la azotea. Al abrir la puerta que daba a mi pequeña y ansiada libertad me quede quieta contemplando las nubes que pasaban por encima mía llevadas por el viento, que hacía que mi pelo ondeara al compás de su brisa. Cerré la puerta y corrí pero algo me freno y fue una pequeña sonrisa que me salía al ver aquella estampa. Y un estallido de carcajadas infantiles salieron de mi boca y extendí los brazos para que el viento me llevará con las nubes. Me senté con la mayor de mis sonrisas para despedirme del Sol, me encantaba ver su majestuosa reverencia a la Luna para darle su paso y iluminar la noche con su tenue luz. Tenía ganas de tumbarme así que cogí una sabana que colgaba de una cuerda, le quite las trabas y la tendí en el suelo cuidadosamente, me acosté con una mirada soñadora observando el techo comunitario de los ciudadanos del mundo, el cielo. Y aunque quisiera huir de la ciudad no lo había conseguido todavía escuchaba sus ruidos característicos y me di cuenta de que el silencio era un privilegio lejano a mi.
